viernes, 12 de marzo de 2010

pantuflas

-¿Puedo pedirle una cosa?
-Por supuesto.
-¿Podría prestarme unas zapatillas?
-¿Por qué? ¿Le duelen los pies?
-Nunca me he puesto unas...

-¿Qué tal?
-Me equivoqué de vida.
-Ah, y tenga en cuenta que son nuevas. Las zapatillas, cuanto más usadas, más cómodas. Como una segunda piel. Camine un poco, a ver... Así no, hombre de Dios. Hay que arrastrar los pies. Como unas alpargatas, con el talón suelto.

Cuando llevas toda la vida con los pies embutidos en unas botas de cowboy (*), añoras unas zapatillas de andar por casa. Por eso es un privilegio cruzarte con alguien dispuesto a prestártelas. Eso sí, no sabes cómo ponértelas y mucho menos andar con ellas. Tranquilo, si hay voluntad es sólo cuestión de tiempo. O sea, que es sólo cuestión de voluntad.

Y de un espejo en que mirarse (**).



(*) Si, como acertadamente se ha escrito, esta película es un western (contemporáneo, pero western), las botas de Milan -Johnny Halliday- tienen que ser de cowboy. En otro tiempo y otro lugar tendría la cara de Clint Eastwood y el western, esta vez sin anacronismos, se llamaría Sin perdón.

(**) Milan es el espejo en que Mr. Manesquier -Jean Rochefort- se reconoce, aunque le devuelva una imagen que no le resulta familiar. Cosa de las ventanas que separan el dentro y el afuera (qué es qué depende únicamente del punto de vista), Mr. Manesquier es el reflejo que recibe Milan desde el otro lado del espejo. Cuando la atracción es tan intensa y, sobre todo, mutua, el cristal acaba por romperse.

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El hombre del tren. Patrice Laconte, 2002.
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