martes, 4 de septiembre de 2007

el sueño de Valentín

De mayor ya no quiero ser Pilar Bardem, ni José Luis Sampedro, ni Carmen Maura... ni siquiera Katherine Hepburn. De mayor quiero ser Rodrigo Noya. Me quedé prendado de él en El sueño de Valentín (donde, por cierto, Carmen Maura está estupenda como siempre) y ahora va a protagonizar una serie de televisión (secuela de la que también protagonizó en Argentina; se estrena esta noche).

Quiero ser igual de inocente que él, igual de tierno, igual de avispado. Igual de curioso, igual de inquisitivo.

Y el actor tiene el mismo encanto que el personaje, como se comprueba en sus intervenciones en la rueda de prensa de presentación de la película en Madrid.

En una de las escenas finales de la película, Valentín recibe una camisa de parte de una madre que no ha llegado a conocer porque lo abandonó al poco de nacer. El director comenta que, en el cásting, "todos los otros chicos decían (sollozando y sobreactuando, claro) mi mamá, mi mamá, mi mamita... Una cosa horrenda. De golpe aparece Rodriguito, el enano, y... (no puede evitar reírse al recordarlo) todo lo contrario. Mira al actor y dice ¿usted cómo sabe que es mi mamá?... Silencio... " Todo el mundo pensó que el chico se había olvidado el texto y trataron de pasarle unas notas. "No, yo ya sé el texto ... lo que pasa que estoy pensando... No le puedo contestar automáticamente" (óigase todo esto con un delicioso acento argentino). Y entonces decidió que ya, que firmaban automáticamente.

No sé si quiero ver la serie. No sé si estoy dispuesto a que el nuevo personaje ocupe el lugar del anterior. No quiero que me roben a Valentín.



Por otra parte, ¿quién no ha querido en algún momento -además de Peter Pan- poder ver la vida desde los ojos infantiles? Seguramente todos los adultos; aunque no creo haber percibido este deseo en ningún niño.

(Que la película es autobiográfica y que el director interpreta el papel de su propio padre, del que tiene una inmensa deuda afectiva, es algo de lo que uno se entera después. Y entonces no queda más remedio que descubrirse ante semejante ejercicio de catarsis y exorcismo de fantasmas infantiles, de esos que lo acompañarán a uno ya mientras viva. Pero esta ya es otra historia)

El sueño de Valentín, de Alejandro Agresti (2002).

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