sábado, 27 de noviembre de 2010

chucrut


Mediodía. En realidad, resulta difícil deducir la hora que es por la luz mortecina que atraviesa el gran ventanal, libre de persianas ni cortinas que que la tamicen. El resplandor inquieto de las velas anoche en el alféizar resultaba infinitamente más cálido. Cosas de los inviernos en Centroeuropa. Pero el reloj no miente: la mañana está bien avanzada.

Los ruidos de la sartén y del cuchillo picando no parecen hablar de desayuno. Enseguida, el olor a panceta frita confirma las sospechas. No es la mejor manera de despertar para quien está acostumbrado al café con leche matinal. Aunque sea hora de comer. Pero es norma de cortesía que el huésped trate de acomodarse a los usos del anfitrión que le ha acogido unos pocos días. Además, están ese brillo en sus ojos claros y esa sonrisa traviesa cuando se le ha pasado alguna idea por la cabeza que le ha hecho levantarse de la cama, ilusionado como un crío, en dirección a la cocina. ¿Qué estará cocinando a estas horas? Ummm... Ese olor... ¿no será...? No. No puede ser. Para desayunar, no.


Todavía me asombro cuando lo recuerdo. Costó un poco al principio pero me terminé zampando un buen plato de chucrut con salchichas para desayunar. Sauerkraut. Col agria. Y tan ricamente.

Hoy que la ciudad está fría -muy fría- y gris -muy gris- y me ha transportado a aquella otra a tantos kilómetros de distancia, estaba claro que tocaba chucrut para comer. A mi manera improvisada. Con judías pintas y langostinos. Preámbulo de una buena siesta.

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Mannheim, 12/2006

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